CUENTO: La luz, por Martín Adrián Ramos

Él es consciente de que nadie le cree, que haber sido abducido por extraterrestres es imposible para la mayoría; sin embargo, se enfrentará a las consecuencias de “su” verdad.



Yo sabía lo que decía la ficha. Paciente: Raúl Rodríguez. Diagnóstico: alucinaciones múltiples. Observaciones: Dice ser víctima de abducciones extraterrestres. Asegura que lo convirtieron en otro hombre (literalmente). Durante el día se comporta con normalidad (salvo que se hace llamar Jack Prescott) pero por la noche puede tornarse violento y se recomienda restringirlo. No me sorprendió la mirada del médico, la mirada de alguien que dice que no te juzga, justo cuando te está juzgando. Su gafete decía: Dr. Marcelo Farías, Hospital General Vicente Argüello.


—Cuénteme de sus experiencias, Raúl.

—Jack. Mi nombre es Jack Prescott, ¿recuerda?

—Discúlpeme, Jack. Cuénteme.

—Lo primero que hacen es vigilarte...

—¿Quiénes?

—Si quiere que le cuente, cállese y escuche.

OK.

—La luz aparece por dos días seguidos. Llega cuando menos te lo imaginás. No sé por qué. Tal vez te estudian primero. La verdad, no sé. El tercer día, cerca de la medianoche, sucede. De repente estoy sobre la mesa rodeado por estos seres, no puedo moverme, del techo baja una membrana que me cubre por completo dejando libre mi cabeza y la parte del cuerpo en la que piensan trabajar. Los hijos de puta no son capaces de sedarme ni nada, parecen disfrutar de mi desesperación. Depositan un bicho, una especie de lombriz, que entra por mis fosas nasales. La siento arrastrarse por mi garganta, me atraganta durante un momento y luego se desliza completamente hacia mi interior. La última vez trabajaron sobre mi brazo derecho. Lo abrieron al medio y separaron los bordes con una especie de pinza, sacaron un pedazo de hueso y los reemplazaron por una gelatina blanca, que rápidamente tomó su lugar y forma. El dolor era insoportable. Pero yo no podía moverme ni gritar ni nada. Ni siquiera podía cerrar los ojos para no ver la aguja que se introducía en mi pupila izquierda. Recuerdo que estaba helada... Todas las veces era igual: Me pinchaban como si fuera un alfiletero, me sacaban y ponían fluidos, trabajaban sobre mí durante un tiempo interminable, y luego la sentía regresar. La lombriz se arrastraba a través de mi garganta y salía por mi boca. Después despertaba en otro lado y por lo general en otro cuerpo. No sé por qué le cuento esto, si igual no me va a creer. Ya lo he contado en tantos países y en tantos idiomas que no recuerdo cuál era mi país o qué idioma hablaba antes de que la luz viniera por primera vez.


Por supuesto, el médico no me creyó. Por eso decidí jugar su juego. Y lo hice tan bien que a los seis meses su actitud hacia mí había cambiado por completo. Dijo que estaba muy complacido con la forma en que el tratamiento estaba funcionando. Me sacó las restricciones y la mayor parte de los medicamentos. Luego me trasladó al ala norte. Dijo que pasaría allí un par de días en observación y, si todo estaba bien, me darían de alta.

El ala norte era un lugar apacible. Uno tenía un cuarto bien decorado, sin cerraduras. Estaba feliz por la proximidad de mi salida. Pero en la primera noche la luz regresó. Al principio me repetí que era un sueño y, aún cuando no me lo creí, traté de mantener la calma. Si me descontrolaba me mandarían de nuevo a la habitación acolchonada, volverían a atarme a la cama. Si me mantenía tranquilo, tal vez me soltarían antes del tercer día y luego me iría lejos, me escondería donde la luz nunca pudiera encontrarme.

El segundo día fue largo. Me dijeron que sólo tenía que esperar un día más y me mantuve tranquilo. Durante esa noche no pude dormir pensando en la luz. Esperando. Y en medio de la madrugada se presentó.

Al tercer día, la esperanza se convirtió en desilusión. Ya estaba listo para irme cuando la enfermera del turno tarde me avisó que faltaba una firma en mi historia clínica, que me darían de alta recién por la mañana. Mantuve la calma. Pregunté si me permitirían bañarme y afeitarme solo y la enfermera no se negó; dijo que yo había sido dado de alta, sólo era cuestión de papeleo.

Me bañé, me afeité, rompí la ventana del baño y traté de escapar. Me atraparon.

Pusieron un guardia en mi puerta. Me dijeron que habían llamado al doctor, que lo había estropeado todo, que... No importa. Yo sabía que era demasiado tarde, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para que no me atraparan otra vez. Recurrí al plan B. Saqué la hojita de afeitar de donde la había escondido, tomé mi muslo, corté la arteria y me acomodé para dormir. Cuando se dieran cuenta ya no podrían hacer nada. Estaba demasiado cansado. No podía dejar que me llevaran otra vez.

Pasé de un sueño al otro. Y me sorprendió descubrir que es cierto eso que dicen de que el alma se queda un rato dando vueltas. Vi llegar al doctor y a la gente ir rodeando el cuerpo de Raúl. No hubo gritos ni corridas, apenas unas pocas recriminaciones. Una de las enfermeras se defendió diciendo que no sabía cómo había podido pasar, alguien murmuró que era una pena; al final el médico dijo:

—Bueno, ahora no hay nada que hacerle. Marta, llame a la policía y a la morgue.

Entonces la luz regresó. Me aterró pensar que pudieran llevarme lo mismo, que pudieran capturarme de algún modo, ponerme en otro cuerpo y volver a torturarme una y otra vez. Quería salir huyendo de allí, pero vi que el doctor se acercaba a la ventana y quise prevenirlo, quise decirles a todos que estaban en peligro. Pensaba como loco en alguna forma de detenerlo, cuando escuché que decía:

—Y, Marta...

—¿Sí, doctor?

—Escriba en el cuaderno de Actividades Pendientes llamar a la compañía de electricidad. Esa luz de la calle se prende a la hora que le da la gana.

© 2007 Martín Adrián Ramos
© 2007 Sue Giacomán Vargas (ilustración)

Esta obra se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Conversación en la Forja

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